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Imágenes, Audios y Textos
Era día de matanza y los cuerpos ya sin vida de cuatro pequeños cerdos, se desparramaban por el suelo mientras unos hombres se ocupaban de la limpieza y descuartizamiento de un quinto animal.
Y allí, en un rincón, sentado en una pequeña banqueta, la espalda erguida, el gesto, serio, a escasos dos metros de su madre que tamizaba el arroz, estaba él. Giró su cabeza hacia mí cuando se percató de mi presencia y yo, que andaba con la cámara pegada al ojo, lo vi a través del visor. Su mirada penetró en mi corazón y sacudió mi consciencia como jamás lo hiciera ninguna otra.
El tiempo se detuvo y en un instante que duró varias vidas, sus ojos me contaron la historia de un pueblo que huyó de la miseria y de la explotación, de la represión ejercida sobre una población indefensa, abrumada por un régimen que abortaba al individuo y que no le importaban las vidas y, ni mucho menos, las almas. Y hasta aquí llegaron huyendo hace casi setenta años, estableciéndose en las montañas y sin ser reconocidos por el Reino de Thailandia como ciudadanos de pleno derecho, siendo ya la quinta generación. Viven cercados por la pobreza y el ejército que controla los accesos a la zona. Sólo la tierra y alguna ONG se preocupan por ellos.
Todo eso me contó aquel niño con su mirada grave, cargada de dignidad, preñada de reproche. Con esa mirada. Y cuando volví a la vida, pulsé el disparador y me la traje conmigo para que nunca la olvide, para que nunca la ignore.
Din es una joven Black Hmong que vivía en las montañas de Sa Pa, Vietnam. Fue Din la que me guio durante dos días por las montañas llevándome hasta casi tocar el cielo, tan altas son. Y fue ella la que me llevó hasta aquella familia con la que comimos. Tres parejas conviviendo en una cabaña de paredes de bambú y techo de hojas de palma, con una tropa de diez críos que viven felices al amparo del cielo. Y también fue Din la que me condujo hasta su casa donde pasé la noche.
Din tiene un marido al que no vi, pero sí escuché, y tres hijos. El más pequeño, apenas dos años. La mayor, quizás siete, tal vez seis.
La vida de Din, era dura, muy dura. Vive en la cumbre de una montaña, sin luz, aprovechando el agua que brotaba de algún manantial cercano. Me cuenta que no tiene ni un momento de respiro, ni un instante para ella. Y tampoco le sobra nada. Pero aun así, está involucrada en una organización que trata de ayudar a los miembros de su etnia que pasan por necesidades todavía más extremas.
No sabe de cremas ni maquillajes, ni de las modas impuestas para el otoño. Nunca cobró un subsidio y no tiene seguridad social.
Y no, no sabe quién es San Valentín.
Os diré que mi primer viaje a Thailandia lo hice por el deseo de conocer a estas mujeres. Ignorante, buscaba esa foto exótica, tan diferente a todas las que había hecho nunca. Así que, una vez en Bangkok, pronto me agencié un transporte que me llevara a Chiang Mai y, al llegar allí, a quien me guiara hasta su aldea. Y fue nada más llegar, cuando fui consciente del horror al que estaban sometidas aquellas mujeres, obligadas, condenadas, aun antes de nacer, a vivir exhibiéndose como animales en un zoo. Cada una de ellas en una plataforma se exponen ante los asombrados ojos de los que lo tenemos todo. Pero no están solas, sino que mantienen con ellas a sus hijas, a las que, desde temprana edad, van deformando, con anillas su cuerpo y, con la sumisión, su pensamiento.
Y fue su mirada, la mirada de una niña de unos tres años, la que me explicó que su vida no era suya, que jamás sería libre. Quise creer que me pedía ayuda, recé para que me exigiera hacer algo, pero no lo hizo; sólo me miró y entonces aprendí.
Os contaré un secreto. Mientras escribo esta nota que acompaña a la foto, contemplo la imagen de esta niña Karen, cansada ya de que los turistas desfilen ante su jaula sin barrotes, esperando aburrida a que llegue la hora de que se vayan a sus hoteles de lujo sin haber entendido nada de lo que allí han visto. Mientras lo cuento, decía, las lágrimas corren por mis mejillas gastadas por el tiempo. Y lloro porque me hace daño recordar que no fui capaz de abrazarme a esa criatura indefensa, explotada por la ignorancia y la avaricia, y huir. Soñarme con alas y volar, con ella en mis brazos, hasta un mundo en el que no existieran seres como nosotros, tan ruines, tan viles, tan incapaces de soñarnos buenos. Pero no lo hice, fui tan mezquino como los otros. O más, Porque yo, desde el primer momento, desde aquel día lejano en el que por primera vez estuve frente a semejante vergüenza, fui consciente del dolor, de la humillación. Fui consciente de que había esclavos ante mis ojos. Y desde entonces no sé si lloro por ellas o por mí.
Sus vidas ya no les pertenecerán nunca. En realidad, jamás fueron suyas, sino de un gobierno que les da dos únicas alternativas: la exhibición o la miseria. Si se niegan a lo primero, serán trasladadas de nuevo a las montañas hostiles, a las aldeas perdidas en la jungla donde su esperanza de vida se reducirá quizás a la mitad.
La libertad o el hambre, tal vez la muerte. ¿Qué elegiríais vosotros? ¿Cuál sería la decisión que tomaríamos si fueran nuestras hijas? Puede que la misma que la de su madre, que quizás no pase de los dieciocho, y que elige, cada pocos años, colocarle un par de vueltas más, a ese collar que las mantiene con vida. Pero también esclavas, torturadas e ignoradas, sobre todo por nosotros, que somos incapaces de escuchar su dolor, su humillación continuada. Su única salida
Hablando con la mirada I
Más de 1100 km de distancia separan a estas dos niñas, unidas, sin embargo, por la misma expresión, de tedio en el mejor de los casos. La primera, es una mirada cansada. Cansada de las fotografías continuas de los extranjeros, esa callada resignación de no conocer nada más en su corta vida que una exposición sin tregua a filas de ojos curiosos; interminables hordas de turistas que la retratan. La segunda es una mirada aburrida, harta de esperar, de mantenerse quieta en su puesto, desde primeras horas de la mañana, en el tenderete de frutas y verduras que su familia atiende cada mañana de domingo. Campesinos humildes que bajan de las montañas que rodean Bac Ha a vender sus productos y que se traen a sus hijos con ellos. Tantos kilómetros de distancia entre ambas y, sin embargo, la misma pose, la misma tristeza que no soy capaz de pasar por alto. Y mientras hago la última foto, alguien a mi lado comenta: ¡Qué monada!
Son ellos, los niños, los que tienen la capacidad de mutar la tristeza en alegría en apenas unos minutos. Basta esa mirada cómplice, ese juego propuesto, esa excitación provocada por la llegada de un par de farangs que no paran de hacer fotos a todo lo que se mueve. Y en un momento, mientras una de ellas, tímida o coqueta, trata de ocultar a mis ojos los huecos que esos dientes de leche caídos han dejado en su boca, la otra, me regala su corazón en una mirada que no soy capaz de ignorar.
Me hubiera gustado saber qué es lo que sucedió para que se enfadaran. Tan amigas apenas unos minutos antes y, de repente, cada una por su lado. Pero, desgraciadamente, yo no hablo su idioma, y ellas tampoco el mío.
—Cosas de críos —me diréis.
¡Pero, esas cosas de críos, eran tan importantes para ella en ese momento! ¿No os dais cuenta? Ellas dos lo son todo la una para la otra y, ahora, cada cual, anda por su lado.
A mí me gustaría que me lo contara. Y, si pudiera, seguro que lo haría al ritmo de un sollozo entrecortado. Me desborda la ternura que su gesto me provoca y hago lo único que puedo hacer: pulsar el disparador.
Por cierto, al cabo de un par de minutos, ya andaban las dos cogidas de la mano y venían corriendo hacia mí para que les hiciera más fotos. Fotos que aún no han visto, pero que un día les mostraré. Porque pienso volver.
A veces, cuando los dioses y los hombres les ignoran, La Madre Tierra es quien ha de ocuparse de ellos, de los que apenas tienen nada. Y siempre es generosa en esta parte del mundo. Pero ella sola no podría, necesita de la ayuda del agua, que también abunda. Y las gentes de esta aldea, agradecen al río que anegue los campos de los que brotará la vida.
La primera vez que la vi estaba junto a su madre y, cuando se percató de mi presencia, sin dejar de mirarme, se agarró a la falda de ella, como si buscara su protección ante un ser tan extraño como yo. Y al cabo de un par de horas, al pasar junto a la plataforma de bambú que les servía de vivienda, la vi de nuevo. Estaba comiendo junto a su familia: un cuenco de arroz, un pescado y alguna verdura; todos del mismo plato.
¡Y si lo hubierais visto! Descalzo, con los pantalones de un chándal viejo, sucio y roto y un jersey lleno de agujeros. Era el más activo de toda aquella chiquillería que nos rodeó a Javier y a mí, fotógrafos los dos, cuando, tras no pocas penalidades, llegamos a la aldea. Siempre con una sonrisa en la cara y esa mirada profunda y pura. Y puede que alguno de vosotros -vosotras no, que no sois capaces de semejante osadía-, podáis pensar que yo, en mi afán de sacar esa imagen soñada, provocase actitudes o poses. Jamás lo hice y jamás lo haré. En esta foto, descansó unos instantes del juego y me miró. Fue un segundo, quizá dos. Lo suficiente para que yo pulsara el botón mágico y su mirada quede conmigo hasta el final de mis días.
Intocable , paria, dalit… Varios nombres para referirse a la casta más baja de las existentes en India. Castas que, dicen, están en periodo de desaparición. Sin embargo, la realidad es bien distinta. Los intocables siguen marginados y son despreciados en muchos aspectos. Algunos de las castas más altas, incluso evitan pisar su sombra.
En Benarés, a orillas del Ganges, se extienden los famosos ghats, y los intocables, los que fueron creados de la parte más innoble de Brhama, tienen los suyos. Aquel día me acerqué hasta uno de ellos en el que una multitud se afanaba con hacerse con la ropa que una ONG repartía. Mujeres, jóvenes y viejas, se mezclaban con los hombres de igual condición tratando de conseguir algo con lo que reemplazar sus harapos. Y también los niños, azuzados por sus padres. Y entre ellos, estaba él. Y mientras le hacía la foto, pensé en nuestros hijos y nietos. ¡Vaya mierda!
Su madre, con él en brazos, me persiguió durante un buen rato por los ghats pidiéndome cien rupias para comprar leche.
¿Y qué queréis que os diga? ¿Sabéis cuántos son los que tienden su mano? Todos conmueven, todos hacen daño, todos remueven la conciencia. Pero es imposible satisfacer tantas demandas. Uno se siente impotente y, al mismo tiempo, sigue adelante, tuerce el gesto, da la espalda. De camino hacia la ghesthouse, volví a encontrármela de nuevo. Y de nuevo me tendió la mano.
—No quiero el dinero. Ven conmigo y tú compras la leche. Para el niño —me dice.
Observé su piel cuarteada por el sol, su ropa gastada, los remiendos, la falta de higiene, el biberón vacío… la mirada del niño. Y nos fuimos a comprar leche.
Rodeada de miseria, Siem Riep, se yergue como un lugar de sosiego, a pesar de su continua actividad. Calles asfaltadas, aceras, comercios, bares restaurantes, hoteles. Es una ciudad pequeña dedicada por entero al turismo. Situada a solo seis km de los templos de Angkor, da cobijo a millones de personas al año. Sin embargo, no abruma, no presiona. Quizás sea porque el tráfico no es muy denso, las edificaciones, muchas de ellas de estilo colonial francés, no son agresivas. En medio del bullicio y los turistas, se despereza la ciudad en completa calma, pausada, como sumida en una especie de letargo. Y yo me pierdo por sus calles, encrucijadas y vericuetos, que me llevan hasta un mercado donde me encuentra ella, esta niña que me mira desde la profundidad de unos ojos que me llenan el alma de vida y de inquietudes. Y cuando me ve, cuando se da cuenta de que la enfoco, junta sus manos en señal de respeto. Es un gesto espontáneo, que no pide nada. Símplemente regala esa deferencia, esa empatía que nos une a todos los seres humanos. A los dos segundos, se pierde entre frutas, verduras, carnes cubiertas de moscas y peces vivos en pequeños baldes llenos de agua.
En el aire queda en suspenso su bendición.
Era la hora del recreo y salieron en tromba del aula. Y no, no penséis que era un colegio como los nuestros. Allí es en el templo donde los niños reciben los conocimientos básicos, impartidos por los sacerdotes budistas, que aprovechan la ocasión para adoctrinarles en la fe, esa que dicen que mueve montañas y que, sin embargo, no les sacará jamás de vivir en un mundo injusto para ellos.
Pero aún no son conscientes de esas cosas, y quizás no lo sean nunca porque no conocerán otra cosa que la que han vivido sus ancestros. Lo mismo que nos ocurre a muchos de esta otra parte del mundo, que ignoramos que hay más realidades además de la nuestra. Y muchísimo más duras, más reales.
¿Y por qué ese título? Porque el chaval me estuvo vacilando media mañana. Tomándome el pelo, poniéndose delante de la cámara y moviéndose cuando iba a disparar. Hasta que conseguí robarle esta foto. Y claro que se la enseñé y nos reímos los dos. Buen chaval
Aquella travesía por la montaña tuvo sus cosas buenas y sus inconvenientes, como todo en la vida. Las buenas, a la vista están. Porque las fotos que os muestro encierran mucho más que la mera imagen. Al menos para mí, son emociones, sensaciones, enseñanzas… Cada una de ellas ha abierto mi conciencia a mundos que ni siquiera imaginaba.
En cuanto a los inconvenientes, en realidad únicamente hubo uno, pero importante. Atravesábamos un bosque tropical cuando, al saltar un tronco que había caído sobre la estrecha senda, resbalé y caí. El resultado fue un esguince de cierta importancia en el tobillo. A duras penas llegué a la aldea y allí pasé la noche con el pie en alto. Albergaba la esperanza de que, tras el descanso, la inflamación se rebajara. Pero no fue así.
Mientras esperaba a que algún buen samaritano se apiadase de mí y me llevase en moto hasta Luang Namtha, un grupo de niños me rodeó. Jugaban a enseñarse y esconderse para que no les hiciera una foto; o puede que no fuera un juego y realmente les diera vergüenza. El caso es que, tras un buen rato de aparecer y desaparecer, este chaval vino decidido hasta escasos dos metros de mí y, sin que yo le dijera nada, adoptó esta pose propia de un profesional, y yo le hice la foto.
Y no hubo tiempo para más. Mi transporte acababa de llegar. Recogí el equipo y me despedí de los críos. Pero éste se vino conmigo a casa.
Entre todos los niños de aquella aldea dibujada en el calvero de una montaña, ella era la única que tenía esa mirada cargada de tristeza. Parece que la vida le ha invadido demasiado pronto. Porque, no os engañéis, la tristeza no es propia de la naturaleza humana, viene siempre propiciada por algún factor externo que nos agrede y la causa. El hambre, la violencia, la injusticia, el desamparo… nos traen tristeza. Y sí, a veces el amor también es responsable. Pero no debiera la tristeza abrumarnos tan pronto; no al menos a esa niña, no de un modo tan profundo y desgarrador. No con la fuerza con la que se ha agarrado a su mirada.
Nunca nos imaginamos dónde se encuentran nuestros límites. Puede darse el caso de que creamos que únicamente seremos capaces de avanzar unos metros y soportemos cientos. Y, paradójicamente, estar convencidos de que tenemos fuerzas para rodear el mundo y al cabo de unos minutos derrumbarnos.
Aquel día, agarrado a unas ramas, intentando afianzar mis pies en la tierra que se desmoronaba con mi peso, sentí que ya no me quedaban fuerzas para seguir adelante y que, cuando el brazo se me cansase, caería rodando por la ladera hasta el riachuelo que, cincuenta metros más abajo, habíamos abandonado para emprender una ascensión que no estaba preparado para culminar.
-No puedo seguir, aquí me quedo —exclamé.
Po, atento, descendió hasta colocarse a mi altura y se sentó a mi lado; me miró y conmovió mi conciencia. Y a veces sucede que, cuando ya decidimos rendirnos, cuando ya no nos importa hacerlo, con un simple detalle, con una simple mirada, todo cambia y hacemos ese último esfuerzo que nos conducirá a la luz.
A veces las miradas no son claras y aparecen veladas a nuestros ojos. Pero no a los de la cara, sino a los del entendimiento.
Aquel día, en Jaipur, una ciudad sobrepasada de ruido y de gente, la procesión era una explosión de fe. Músicos, bailarinas, oraciones, mantras… Devotos que acompañaban a su sacerdote hasta un pequeño templo al que yo sería incapaz de volver, tal fue el callejeo recorrido. Entre las muchas fieles, apareció ella ante mi cámara. He de deciros que era mediodía y caía un sol de justicia, pero en ese momento todo desapareció y únicamente vi su mirada velada. Y quizás no quise entender que haya dioses que reclamen tanta entrega, tanta pasión. Tal vez fuera porque ninguno se fijó en mí, quizás no le importé a ninguno. Nunca gocé de ese privilegio, puede que porque no lo haya necesitado o porque ellos no me necesiten a mí.
Sin embargo, con el paso del tiempo, he llegado a entender que hay quien necesita ponerse en manos de un ser superior, únicamente porque les sobrepasa la vida, aunque no exista.
Pero puedo estar equivocado.
En Benarés, sobre las siete y media, a la orilla del Ganges se reúnen millares de peregrinos para participar de la Ganga Aarti, rito en el que se combinan la danza, el fuego y las ofrendas para dar gracias a la diosa Ganga. Cinco brahmanes, la casta más alta de La India, danzan al tiempo que blanden incienso y fuego al ritmo de la música que acompaña la voz de un cántico que va arrebatando a los fieles. No tardan en caer en un estado de trance en el que bailan, elevan sus manos al cielo y lloran por las bendiciones que la diosa imparte sobre ellos.
Y quizás mientras contemplamos la ceremonia, podemos llegar a pensar que sólo es histeria colectiva. Yo no lo sé, aunque en el fondo creo que todo lo que imaginamos existe. De esa manera es cómo los dioses se han hecho reales. Por qué ¿qué sería de los dioses sin nosotros?
Nunca se debe ignorar una mirada, porque son ellas las que dirigen nuestras emociones, las que nos hacen amar u odiar. Son ellas las que nos hablan de tristezas y alegrías, de amores y desamores. Ellas nos cuentan historias de sufrimiento, pero también transmiten esperanzas que únicamente el corazón conoce. En ellas, en las miradas, podemos reconocer, incluso, la bondad de dioses desconocidos y, a veces, la maldad de espíritus condenados.
Pero a las que debemos de conceder mayor importancia, son aquellas que miran a nuestros adentros. Esas son las que nos muestran cómo somos, quiénes somos.
Cuando llegué, solícita y atenta, me ofreció una sonrisa amplia y generosa. Y también un pomelo, amargo como el desamor y ácido como la ironía. Y mi cara transformó su sonrisa en amplia carcajada. Me lo comí entero. Y me reí, claro.
La risa es contagiosa, como la tristeza, aunque ésta mucho menos. La tristeza ajena nos hace volver la cara, nos empuja a pensar en otras cosas, a no hacerla nuestra. Pero a ella, a la risa, la queremos siempre con nosotros, aunque no sea nuestra. Y él no puede evitarla cuando su mujer suelta la carcajada. Y, aun a través de esos ojos semicerrados, la mirada cómplice les une en ese momento glorioso que los dos me regalaron.
Pushkar, es una de las ciudades santas de La India; recogida, más pequeña, incluso, que el pueblo donde vivo, pero un lugar de peregrinación, hospitalaria, bulliciosa.
Eran las once de la mañana cuando ellas me encontraron a mí, no yo a ellas. Tres mujeres jóvenes, cada una con un hijo en brazos. Desde el primer momento supe que venían a por mí. Ella era la líder, la que me eligió: que dame para esto, que para lo otro… Me pide también una foto, aquí todo tiene un precio, cien rupias. Le contesto que no suelo pagar por las fotos, salvo en contadas ocasiones. Me asegura que ésta es una de esas contadas ocasiones, que quizá nos volvamos a ver más tarde y cambie de opinión. Se alejan riendo con sus preciadas cargas bajo el brazo. A la tarde vuelvo a encontrármelas y ya no son cien, sino treinta rupias, solo por ella. Se plantó delante de la cámara muy segura de lo que estaba haciendo, se abrió el velo y dibujó la sonrisa perfecta. Y ahí estaba yo, detrás de su sonrisa, indagando en su mirada.
Cuando llegué a la Plaza de Armas de La Habana, lo primero que me llamó la atención fueron las dos niñas que, sentadas en un banco junto a su madre, se decían cosas al oído y reían sin recato alguno, que es así como hay que hacerlo. Quise hacerles unas fotos. Pero, en el fondo, soy tímido y no me atreví. Pasé frente a ellas un par de veces, indeciso y enfadado conmigo por mi estúpido reparo. Y cuando ya renunciaba, La Mami, al tiempo que sonreía, me dijo: —Hazles una foto. <<Estoy bendecido>> pensé. Me llevé la Nikon a la altura de los ojos y disparé una, dos, tres, cuatro, cinco veces, quizás más. Y en una de esas, al jugar con el zoom, encuadré el rostro de La Mami y sentí su mirada profunda entrar en mi corazón, acaparar mi pensamiento. Entonces el tiempo se detuvo, como tantas veces he contado. Y no sé cuándo pulsé el disparador, ni cuánto pasó hasta que sus risas me devolvieron a la vida. Aquel momento, cambió el rumbo de mis fotos y, desde entonces, sólo busco esas miradas que me cuenten cosas de mundos ignorados, de personas olvidadas
No me gustan los posados, y aunque penséis que muchas de mis fotos son preparadas, yo os puedo asegurar que os equivocáis. Sí, incluso esas en las que, descaradamente, miran de frente a la cámara. Son casi todas miradas robadas, gestos atrapados en un momento de descuido. Muchos de ellos ni se percatan de que yo estoy allí, tratando de escarbar en sus vidas a través de sus ojos. Y de los míos, claro. Y para muestra, un botón que no es otro que esta mirada, imposible de ignorar y que parece estar dedicada a todos vosotros. Pero no es así, porque su mirada vuela más allá de donde yo estaba, justo hasta la figura imponente del sacerdote que, bajo palio, encabeza la procesión en honor de algún dios que se mantiene al margen de sus vidas.
En ocasiones hay personas que no nos dicen nada, ¿verdad? Como a mí, que cuando me planté ante esta mujer que, devotamente, participaba de la procesión, no sentí nada. No me conmovió ni me emocioné. Le busqué algo en la mirada que me diera el impulso necesario para hacerle una foto y no encontré motivo alguno. Sin embargo, la hice y luego la olvidé. Y no fue hasta que volví a casa que me encontré de nuevo con ella.
—¿Por qué la hice? —me pregunté.
Entonces pensé que pudiera ser que mis ojos no vieran nada, pero quizás mi espíritu, ese espíritu que no para de zascandilear en mis adentros, sí que lo hizo y sintiera cosas que yo, pobre mortal, no entendiera.
A veces la procesión va por dentro, no le des más vueltas.
Hay miradas que desbordan tristeza, las hay también preñadas de amargura. Otras es dolor lo que nos cuentan y puede que nos encontremos con alguna que nos hable también de desamparo…
Pero también hay miradas inundadas de alegría, de amor, de esperanza.
¡Hay tantas clases de miradas! Algunas incluso llenan una vida entera como la de este peregrino en Pushkar que, cuando me regaló la suya, me ofreció un gran tesoro.
Son muchas las veces que me pierdo en esos ojos, me fundo y me confundo, no sabiendo, en ocasiones, si es él o soy yo el que mira.
Benarés me cautivó, me entusiasmó, me dejó con la boca abierta. Y da igual que camines por los ghats que descienden hasta el Ganges o que serpentees por sus estrechas calles. Cada minuto que pasé en aquel lugar estuvo lleno de magia. Transportado al pasado sin máquina del tiempo alguna y sin drogas, caminar y sentir esta ciudad es vivir en una dimensión diferente. Nada de lo que hayas visto se le parece.
En Benarés, abundan los Sadhus.
El sadhu es aquél que abandona su vida anterior y toma el camino de la austeridad y penitencia para llegar a la iluminación. Renuncian a la familia, al trabajo y a los bienes que pudieran tener, incluso hay quienes se desprenden hasta de la ropa. Subsisten, no gracias a Dios, sino a la caridad de la gente. Sin embargo, no todos los sadhus son sadhus.
Cuando caminas por los ghats, muchos son los que aparentan serlo, pero si te fijas en sus ojos, te das cuenta de que en muy pocos sadhus de los que pululan entre los peregrinos se ve sabiduría en la mirada.
Yo tuve suerte.
La aceptación de nuestro destino puede ser sinónimo de rendición, y esto es algo que nuestra sociedad no admite. No obstante, cuando viajas a lugares tan diferentes, cuando consigues no escuchar las mentiras que nos cuentan acerca de esto o aquello y concibes un criterio limpio de conceptos occidentales (si ello es posible), lo puedes entender todo.
Ella, tan bella, tan serena, pertenece a un pueblo que ha sido masacrado, perseguido y casi aniquilado. Obligados a huir de Birmania, se desperdigaron por los países vecinos donde son explotados o ignorados. El único recurso, para seguir viviendo, es aceptar su destino. Les quitaron la voz, pero no la mirada que tal vez reclame nuestra ayuda.
Me cautivó su férrea determinación, el claro propósito marcado que comienza cada mañana antes del alba, en el preciso instante en que abre los ojos. Su paso decidido entre el bullicio, el itinerario acostumbrado, la mirada viva de un lado para otro buscando, sin rendirse, su único plato de fideos , ese que le otorga invariablemente la culpable conciencia de los extranjeros que deambulan por el mercado .Cuando por fin lo consigue, se lleva la comida caliente a la boca con gestos rápidos, los labios bien apretados, sus dedos huesudos bailando al son de los palillos y esa mirada dura que parece detenida en algún punto perdido del pasado, lejos de tantas inquietudes y penurias.
El pan nuestro de cada día.
Hanoi es una ciudad que no me pertenece; y lo que es más importante, a la cual yo no pertenezco. Aunque dejadme deciros que, después de una vida yendo de allá para acá, quizás ya no pertenezca a ningún lugar. Sin embargo, siempre que voy a Vietnam, hago de Hanoi mi casa; y desde allí, a los dos o tres días, emprendo pequeñas escapadas buscando esos rostros que me cuenten y reafirmen que mi mundo, ese del que vengo, no es sino una burbuja en mitad de un océano de miseria, dolor y carencias.
Así que, aquella vez, tras un par de días en la capital, me cogí un autobús y me fui a Bac Ha,. En ese lugar, los domingos, se organiza un gran mercado. A él acuden miles de personas que parecen traídas de otras épocas. Y entre todos ellos, la encontré a ella, con la mirada perdida en algún lugar de su vida; vida que permanecerá oculta a mis ojos. ¿Qué sentirá? ¿Qué pensará? ¿A quién recordará? Me gustaría soñar que no es tristeza lo que hay en su mirada sino recogimiento.
No lo sé, no quiero aventurar nada, únicamente me conmueve.
Cierto que en mi vida no todo ha sido un camino de rosas y que ha habido situaciones complicadas, pero todos los obstáculos han sido superados y los problemas resueltos, de un modo o de otro. Y cuando no me han venido las cosas de cara, les he dado la espalda.
Me siento bien conmigo mismo; que me quiero, vamos y estoy conforme con mi vida. Alguna cosilla cambiaría, claro, pero solo cuatro cinco que de tanto en tanto me avergüenzan.
Y encima ¿sabéis qué? Que aún soy capaz de emocionarme, de sentir, de descubrir, de sonreír. Después de tantos años, después de tantas cosas. Como aquella mañana mientras paseaba por las calles desiertas de turistas de Hoi Ann. Estaba sentada en la acera, quizás descansando o esperando, no lo sé, y lo primero que me llamó la atención fueron sus manos. Cierto que antes busqué la mirada, pero me era esquiva. Y tuve la intención de que me contara, que me dijera. Pero ni ella me entendía ni yo la comprendía. Fueron sus manos las que me hablaron de años de trabajos, de caricias regaladas, de heridas sanadas por ellas, de gestos que expresan tantas cosas. Gestos de dolor, de rabia de placer y de vida. Fue por sus manos por lo que la reconocí. Sonreí y me emocioné.
Cuando nos elevábamos sobre Hanoi, me despedí de ella pensando que para siempre; y también lo hice de Vietnam sin saber que volvería al poco tiempo. Es un país increíblemente hermoso, quizás el más bonito de todos los que conozco. Y me podréis decir que cuando salí de Laos escribí algo parecido y, como siempre, tenéis razón, pero Laos es en donde mejor me he sentido. En Vietnam nunca te cansas de contemplar porque cada poco cambia. Sin embargo la cantidad de turistas que lo frecuentan pueden hacer que el país, en según qué momentos y lugares, resulte agobiante. Pero si alguien mantiene un cierto espíritu de autenticidad, son los viejos que, con sus miradas perdidas en un mundo diferente al que contemplan, asisten de espectadores al deterioro de un pueblo que soñó con tenerlo todo.
Muang Sin, a pocos km de China, es lugar de paso. Quizás hace unos siglos, las grandes caravanas de comerciantes hicieran una pausa en este lugar. Y seguro estoy de que los contrabandistas y bandidos de todo tipo abundaban por la región. Sin embargo, de todo aquello, no queda nada, o al menos, yo no pude verlo durante los días que pasé allí. Únicamente un gran mercado que cada mañana, a eso de las cinco, cuando aún es de noche, comienza a bullir de gentes y animales. “Qué pronto” podréis pensar. Pero es que, por esta parte del mundo, al mediodía hace un calor insoportable, con lo que después de las once se inicia la desbandada. Aquellas dos mujeres eran de las pocas personas que aún quedaban. La una cerrando la puerta de un diminuto local, mientras la otra le esperaba subida a una motillo.
¿No os pasa a vosotros, y a vosotras, claro, que de repente veis a alguien y algo dentro de vosotros se ilumina? Pues eso es lo que me pasó con ella. Era una calle estrecha y estaban a unos tres metros o más de mí. Le hice un gesto con la cámara, como pidiendo permiso, y la otra, creyendo que era para ella, no puso ningún reparo, pero yo le expliqué con un gesto que era a su amiga a la que quería. Se miraron y, entre ellas, nació entonces esa mirada, cómplice y tímida a un tiempo, que tanto me conmueve. No pude evitar quedarme con ella para siempre, y como os amo, la comparto.
Alrededor de Muang Sin, se extienden numerosas aldeas habitadas por diferentes etnias. Incluso en algunas de ellas, conviven en paz y armonía. Mientras las visitaba, recordaba que aquí, en este país nuestro, Hace apenas 600 años, judíos, musulmanes y cristianos también lo hacían. Pero siempre ha habido ciegos y sordos que siguen sin entender que aceptar creencias y formas de vida ajenas enriquece.
Sentada a la entrada de su choza, me vio llegar a más de veinte metros. Se levantó con cierta dificultad y, apoyándose en su cayado, acudió a mi encuentro.
Y sin más, me acogió.
No me rechazó ni por el color de mi piel, ni por la vestimenta, y ni siquiera por mi idioma, desconocido para ella. Tampoco me preguntó cuáles eran mis dioses.
Igual deberíamos aprender algo de estos bárbaros andrajosos
¿Pero no la veis? ¿No veis cuánta belleza es capaz de revelar una sonrisa? Una sonrisa que destierra, aunque solo sea por un momento, la tristeza de una vida entera penando en una aldea rodeada de jungla. En sus chozas apenas hay nada, algunas ollas y varios platos. No hay armarios y, como camas, plataformas de bambú cubiertas por una estera que hace las veces de colchón. No os vayáis a pensar que tienen sillas para sentarse o un sofá para echarse la siesta, a lo más que llegan es a unos banquitos que no levantan un palmo del suelo. Y claro, de una tienda donde comprar suministros, ni hablamos. Vayan ustedes olvidándose de la escuela, porque tampoco existe. Tienen lo justo, lo imprescindible. ¡Cuántos de nosotros (y de vosotras, no os escondáis) no lograríamos sobrevivir a estas circunstancias! Y, sin embargo, ella, la yaya, después de una existencia entera de calvario, aún se ocupa de sus nietos y, entretanto, se deja llevar por la vida.
¿Habría amado como lo hacemos tú y yo? ¿Habría sufrido por la ausencia de un beso o una caricia? Quizás, en aquel lugar, otras cosas eran lo importante. Qué diferentes somos ¿verdad?
A pesar de que titulé de ese modo esta fotografía, tal vez empujado por algún espíritu de melancolía, también pasajero, siempre he pensado otra cosa. No es la vida que pasa, sino nosotros por ella; y muchos sin pena ni gloria.
¿Y por qué entonces el título? Porque cuando me encontré con ella en algún lugar de Calcuta que ya no recuerdo, me dio la impresión de que su mirada no estaba perdida en ningún lugar de su pensamiento, o de otros momentos vividos y que no nos costaría nada imaginar. Supe que únicamente, desde ese lugar, contemplaba el pasar de la vida.
Y lo sé, me contradigo, pero a estas alturas…
Pues eso es lo que seguramente pensaría de mí. Un viejo solitario que venía desde una parte del mundo tan lejana que en su cabeza no podía ni siquiera concebir semejante distancia. ¿Para qué? Pues únicamente para hacerle una foto.
—Pero mira que eres raro.
Es que a mí me interesa tu vida, cada arruga de tu cara, cómo te sientas frente a mí y tratas de comunicarte conmigo, con gestos, con miradas, con el alma en unos ojos llenos de brillo. Y mientras me bebo ese aguardiente de arroz que me raspa hasta las entrañas, me miras y esperas a que reemprenda la marcha. Tal vez te gustaría preguntarme cosas, saber qué es lo que hago, si tengo a alguien en ese mundo inconcebible e irreal. Porque ¿sabéis? Nuestro mundo, tal vez no exista y sea sólo ciencia ficción.
—¿Sabes lo que es la ciencia ficción
Y con este gesto de la cara, sin pronunciar palabra, me responde: —Mira tú qué me sé yo.
El Sadhu observa la vida desde otro lugar, no sé si más elevado o más recóndito, sin embargo, algunas veces se acerca hasta nosotros para que su aliento de sabiduría ofrezca un respiro entre tanto dolor.
Nadie recuerda desde cuándo está ahí el Sadhu. Tampoco sabe nadie si alguna vez se enredó en el sueño de una caricia, de un beso, de una mirada embelesada al despertar junto a su amada. ¿Quién es capaz de renunciar al amor? ¿Quién osa rechazar una vida arropada en un abrazo?
Quizás sí que amó y también le amaron, pero, como tantas veces pasa, aquel amor no le bastaba o le exigía demasiado …quizá entonces buscó refugio en los caminos del alma.
Como sea que ocurriera, el Sadhu está ahí, ajeno al sufrimiento y al dolor, enseñando a quien se acerca con el corazón en la mano que todo es pura ilusión, que lo único real es lo que tenemos aquí y ahora, este instante preciso en el que inspiramos y exhalamos el aire que nos da la vida.
Sadhu II y III
Cuentan que Sidarta Gautama se sentó bajo el árbol para meditar acerca del sufrimiento y la existencia humana –ya sabéis, Las Cuatro Nobles Verdades- y tras cuarenta y nueve días, se convirtió en Budha, el iluminado.
Durante la semana que pasé en Benarés, siempre me llamó la atención el sadhu que, desde que salía el sol, hasta mucho después de que se ocultara, permanecía sentado en uno de los ghats más alejados y al que apenas acudían peregrinos o turistas.
¿Cuántos años llevaría sentado este hombre en el mismo lugar? ¿Hasta dónde le habría llevado tanto tiempo de meditación? No, no le pregunté nada. Sólo imaginé
En aquellos días, quizás yo fuera de los pocos visitantes de un pueblo que no tenía demasiado que ofrecer y al que, además, no era fácil llegar. Paseaba sin rumbo, dejando que el tiempo transcurriera hasta que llegara la hora de ir a las montañas en busca de esas miradas que han sido ignoradas por todos desde siempre, cuando me topé con ella. La vi a pocos metros de mí, dignamente plantada ante su puestecillo de pan para los peces, el único de los alrededores.
Soy fotógrafo y el motivo único de mis viajes es conocer a personas como ella que me emocionen, que me conmuevan, que me hagan pensar en mi vida a través de las suyas. Por eso espero que comprendáis que inmediatamente mis manos se movieran hacia mi cámara para hacer esa foto. Pero algo me contuvo. No sé, el pudor, el respeto… Pero no pude. Me alejé durante un rato; sin embargo, acabé volviendo y le pedí que me dejara hacerle una foto. No le gustó, incluso protestó, pero no se negó. Me miró sin entender la compasión y el dolor que su presencia me provocaba.
Quise imaginarla joven, risueña, con la esperanza desbordándole la mirada… Y no pude. Quise imaginarla enamorada, satisfecha y plena… Y no pude. Y durante unos segundos, dudé, dudé en hacerle la foto, en agredirla de manera tan grosera, tan rastrera, pero mis manos, obedeciendo al impulso, subieron mi Nikon hasta la altura de mis ojos y disparé.
Lo siento.
Siem Riep es la isla en mitad de la miseria. Eso es lo que pensé cuando estuve allí. Sin embargo, aún no sabía lo que de verdad era miseria. Todavía no conocía Dhaka, ni Calcuta… Aún no me había encontrado con los más pobres de los pobres.
Aquella mañana paseaba por un mercado alejado del centro, colmena de turistas de agencia. Únicamente los camboyanos y yo, con mi cámara preparada, controlando que no se me escapara nada; y de repente la vi. Estaba comiendo, sentada en una banqueta alta ante su puesto de verduras. Y os voy a decir una cosa: me enamoré al instante. ¿Qué queréis? La belleza me subyuga y soy enamoradizo. Y podréis decirme que es una mujer mayor, que quizás en otro tiempo, quizás en otro lugar… lo que queráis, pero yo la sentí bella y mi corazón se prendó. Pero, en el momento de pedirle una fotillo, me convertí en tímido y no encontré las fuerzas para hacerlo. Pasé de largo y cuando ya estaba a unos cien metros, alguno de los que llevo dentro, me dijo: —Ismael, es la mujer de tu vida. Vuelve y hazle una foto.
—Pero que tengo novia ¿qué dices? — respondí. Porque hay que recordar que yo, en aquel tiempo, andaba cegado por una estrella (no, ahora ya no), y para mí, la lealtad, ante todo.
—Anda, no seas imbécil y hazle la foto. —insistió.
Di la vuelta y, azorado, le pedí permiso. Me miró, sonrío, como si le diera vergüenza, y haciendo oídos sordos a las chanzas de sus compañeras de mercado, se rehízo y esbozó ese gesto que me recuerda tanto a otro, famoso donde los haya. Con la mirada me dijo que adelante, que en aquél momento y sólo por un instante, se entregaba a mí. Y yo la amé por eso. Tres segundos en los que vivimos una vida entera.
Entré confiado en aquella isla en mitad del Mekong. ¿Qué podía pasar? Pues que a veces, la magia hace que todo cambie en un segundo y pasé de creer que todo lo tenía bajo control, a perderme. Y lo que parecía una pequeña porción de tierra varada en mitad de un río, se convirtió en una extensión inabarcable por la prepotencia de un blanquito imbuido de ignorancia. Y ansioso buscaba indicaciones que me ayudaran a encontrarme. Pero nadie me entendía. A nadie entendía. Hasta que apareció él y, sin palabras, únicamente con su mirada, me susurró: -El camino está en ti. Y mis pies, sin que yo lo ordenase, comenzaron a dibujar pasos en el polvo del sendero y, al poco, tras una cerrada curva, apareció el puente que me había llevado hasta él. Me detuve un instante y me volví, quería darle las gracias. Pero ya no estaba.
Sin embargo me llevé esa mirada conmigo, que, siempre, desde entonces, me advierte cuando me pierdo, dónde está el camino.
Las mujeres son los pilares de la tierra, por mucho que mentes oscurecidas por la ignorancia y el miedo se empeñen en mantener lo contrario. Y si lo son en una sociedad que trata de alcanzar la paridad, imaginad en aquellos lugares donde apenas se las considera seres libres, sino sometidas y, en algunos casos, esclavizadas.
En el sudeste asiático las mujeres son las que llevan el peso de la familia. Trabajan el campo y los comercios, cuidan de los hijos y de sus maridos, ocupadas de sol a sol… Las mujeres en el sudeste asiático no tienen vida. O sí que la tienen, pero es una vida de mierda
Y cuando alguien me pregunta por qué la mayoría de mis retratos son de mujeres y niños, les explico que son ellas las que me transmiten sensaciones, las que me cuentan desde sus ojos, los sufrimientos mantenidos. Son ellas las que me conmueven y provocan emociones. Son sus miradas las que jamás querré ignorar.